Hace 15 años, el 11 de septiembre de 2001, hacia las 10 de la mañana, Richard Clarke activaba el «Plan de Continuidad del Gobierno».
Hace 15 años, el 11 de septiembre de 2001, hacia las 10 de la mañana, Richard Clarke, entonces coordinador nacional para la seguridad, la protección de la infraestructura y el contraterrorismo, activaba el «Plan de Continuidad del Gobierno». Según Richard Clarke, se trataba así de responder a la situación excepcional creada por 2 aviones que se habían estrellado contra las Torres Gemelas del World Trade Center, en Nueva York, y por un tercer avión que se había estrellado contra el Pentágono.
Pero el «Plan de Continuidad del Gobierno» había sido concebido como respuesta a la destrucción de las instituciones democráticas provocada, por ejemplo, por un ataque nuclear. Nunca estuvo previsto activarlo en una situación en la que el presidente y el vicepresidente de Estados Unidos así como los presidentes de la Cámara de Representantes y el Senado estuviesen vivos y en condiciones de seguir ejerciendo sus funciones.
La activación de ese plan puso las responsabilidades del presidente de los Estados Unidos en manos de una autoridad militar alternativa con base en Mount Weather. Esa autoridad militar sólo devolvió las prerrogativas presidenciales al presidente George W. Bush Jr, al final de aquel día. La identidad de los miembros de esa autoridad y las decisiones que tomaron durante aquellas horas siguen en secreto.
Dado el hecho que, el 11 de septiembre de 2001, el presidente estadounidense se vio privado de las prerrogativas inherentes a su cargo durante unas 10 horas, en violación de la Constitución de los Estados Unidos, es técnicamente exacto hablar de «golpe de Estado». Por supuesto, el uso de esa expresión puede resultar chocante, porque estamos hablando de Estados Unidos, porque el hecho se produjo en circunstancias excepcionales, porque la autoridad militar nunca reivindicó el hecho y porque finalmente devolvió el poder al presidente constitucional. A pesar de todo eso, el hecho es que se trató, stricto sensu, ni más ni menos que de un «golpe de Estado».
En un libro célebre, publicado en 1968, reeditado y convertido en lectura obligada de los neoconservadores durante la campaña electoral del año 2000, el historiador Edward Luttwak explicaba que un golpe de Estado verdaderamente exitoso es aquel cuya existencia nadie percibe, ya que al no percibirlo nadie tratará de oponerse a él.
Seis meses después de aquellos hechos, publiqué un libro sobre las consecuencias políticas de aquel día [4]. Los medios de prensa solamente hablaron de los cuatro primeros capítulos, en los que demostraba que la versión oficial no podía ser cierta. Fui muy criticado por no proponer mi propia versión de aquel día, pero no tengo tal versión y hoy en día sigo abrigando al respecto más preguntas que respuestas.
En todo caso, los 15 años transcurridos nos aclaran lo sucedido aquel día.
En primer lugar, aunque la aplicación de algunas de sus disposiciones fueron brevemente suspendidas en 2015, Estados Unidos sigue viviendo actualmente bajo los términos de la USA Patriot Act. Adoptado apresuradamente, 45 días después del golpe de Estado, ese texto constituye una respuesta al terrorismo. Dado su volumen, sería más adecuado hablar de un código antiterrorista que de una simple ley. Se trata, en realidad, de un texto preparado por la Federalist Society durante los 2 años anteriores a los hechos del 11 de septiembre. Sólo 4 parlamentarios se opusieron a su adopción.
La USA Patriot Act, o Acta Patriótica, suspende las limitaciones que la Constitución de los Estados Unidos podría imponer a las iniciativas del Estado federal en materia de lucha contra el terrorismo. Esas limitaciones están formuladas en la «Carta de Derechos», o sea en las 10 primeras enmiendas de la Constitución y su suspensión corresponde al principio del estado de emergencia permanente. El Estado federal puede entonces practicar la tortura fuera de su territorio y espiar masivamente a su población. Al cabo de 15 años de aplicación de tales prácticas ya no es técnicamente posible que Estados Unidos pretenda presentarse como un «Estado de derecho».
Para aplicar el Acta Patriótica, el Estado federal comenzó por crear un nuevo ministerio: el Departamento de Seguridad de la Patria (United States Department of Homeland Security). El nombre real de este ministerio estadounidense resulta tan chocante que en el mundo entero lo traducen como «Seguridad Interna» o «Seguridad Nacional», lo cual es falso.
Posteriormente, el Estado federal se dotó de un conjunto de cuerpos de policía política que, según un amplio estudio del Washington Post empleaban en 2010 al menos 850 000 nuevos funcionarios para espiar a 315 millones de habitantes.
La gran innovación institucional de ese periodo es la relectura de la separación de poderes. Hasta entonces se consideraba, según la concepción de Montesquieu, que la separación de poderes permitía mantener un equilibrio entre el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial, equilibrio indispensable para el buen funcionamiento y la preservación de la democracia. Estados Unidos podía enorgullecerse de ser el único país del mundo que aplicaba estrictamente el principio de separación de poderes. Actualmente, por el contrario, la separación de poderes significa que el Poder Legislativo y el Poder Judicial ya no tienen posibilidad de control sobre los actos del Ejecutivo. Es incluso en virtud de esta nueva interpretación que el Congreso estadounidense no fue autorizado a debatir las condiciones del golpe de Estado del 11 de septiembre de 2001.
Contrariamente a lo que escribí en 2002, los Estados de Europa Occidental se resistieron a esa evolución. No fue hasta hace un año y medio que Francia cedió y adoptó el principio del Estado de emergencia permanente, a raíz de la masacre perpetrada en las oficinas del semanario satírico Charlie-Hebdo. Esa mutación interna viene acompañada de un cambio radical en materia de política exterior.
En los días posteriores a los hechos del 11 de septiembre de 2001, George W. Bush –quien ya había recuperado sus prerrogativas presidenciales en la noche del 11 de septiembre– declaró a la prensa: «Esta cruzada, esta cruzada contra el terrorismo, llevará tiempo». Aunque se excusó después por haberse expresado en esos términos, la selección de las palabras que utilizó en su declaración indicaba que el enemigo decía actuar en nombre del islam y que la guerra sería larga.
En efecto, por primera vez en su historia, Estados Unidos está en guerra ininterrumpidamente desde hace 15 años. Ese país definió su Estrategia Contra el Terrorismo, estrategia que la Unión Europea no tardó en copiar.
Si las sucesivas administraciones estadounidenses han presentado esa guerra como una persecución de Afganistán a Irak, de Irak hacia África, Pakistán y Filipinas y luego hacia Libia y Siria, el general estadounidense Wesley Clark, ex Comandante Supremo de la OTAN, confirmó, por el contrario, la existencia de un plan a largo plazo. El 11 de septiembre de 2001, los autores del golpe de Estado decidieron cambiar todos los gobiernos amigos existentes en el «Medio Oriente ampliado», o Gran Medio Oriente, y hacer la guerra a los 7 gobiernos que oponían resistencia en esa región. El presidente Bush Jr. tomó nota de esa orden, 4 días después, durante una reunión organizada en Camp David. Hoy es evidente que ese programa se puso en aplicación y que aún está en marcha.
Estos cambios de regímenes amigos mediante revoluciones de colores y las guerras desatadas contra los regímenes que resistían al dictado estadounidense no tenían como objetivo la conquista de esos países en el sentido imperial clásico –en definitiva, Washington ya tenía a esos aliados bajo control– sino saquearlos. En esta región del mundo, sobre todo en el Levante, la explotación de esos países no sólo encontraba la resistencia de las poblaciones sino que existía un obstáculo adicional: la presencia de una extraordinaria cantidad de ruinas de civilizaciones antiguas. O sea, no sería posible saquearla a fondo sin enfrentar la crítica de los defensores de ese patrimonio histórico de la humanidad.
Según el presidente Bush Jr., los atentados del 11 de septiembre de 2001 fueron perpetrados por al Qaeda, lo cual justificaba el ataque contra Afganistán mucho mejor que la ruptura –en julio de 2001– de las negociaciones petroleras con los talibanes. La teoría de Bush fue desarrollada por su secretario de Estado, el general Colin Powell, quien prometió presentar al Consejo de Seguridad de la ONU un informe sobre ese tema. Pero no sólo Estados Unidos nunca encontró tiempo –en 15 años– para redactar ese informe sino que el pasado 4 de junio el ministro ruso de Relaciones Exteriores reveló que su homólogo estadounidense John Kerry le pidió que Rusia no atacara a al Qaeda –aliado de Estados Unidos– en Siria, revelación extremadamente sorprendente que la parte estadounidense nunca desmintió.
Al principio, el Estado federal estadounidense al margen de la Constitución prosiguió adelante con su plan, mintiendo descaradamente al mundo entero. Después de prometer un informe sobre el papel de Afganistán en los hechos del 11 de septiembre, Colin Powell mintió una y otra vez ante el Consejo de Seguridad de la ONU en un largo discurso destinado a vincular el gobierno de Irak con aquellos atentados y a acusarlo de querer prolongar la masacre utilizando armas de destrucción masiva.
El Estado federal liquidó en días la mayor parte del ejército iraquí, saqueó los 7 principales museos de Irak y quemó la Biblioteca Nacional. Puso en el poder una Autoridad Provisional de la Coalición, que no era un órgano de la coalición de países participantes en la invasión de Irak sino una empresa privada, al estilo de la siniestra Compañía de Indias y perteneciente fundamentalmente a Kissinger Associates. Durante todo un año esa compañía saqueó todo lo que se podía saquear en Irak. Finalmente entregó el poder a un gobierno títere iraquí, pero antes le hizo firmar un documento comprometiéndose a que nunca exigiría reparaciones de guerra y que no modificaría –durante un siglo– las leyes comerciales draconianas redactadas por la Autoridad Provisional.
En 15 años, Estados Unidos sacrificó más de 10 000 estadounidenses, mientras que la guerra dejaba más de 2 millones de muertos en el «Medio Oriente ampliado». Para acabar con aquellos que designa como sus enemigos, Estados Unidos ha gastado más 3500 millardos de dólares. Y hoy anuncia que la masacre y el derroche de fondos van a continuar.
Extrañamente, ese derroche de miles de millardos de dólares no ha debilitado económicamente a Estados Unidos. Se trataba de una inversión que permitió a ese país saquear toda una región geográfica del mundo, apoderándose de sumas muy superiores.
Contrariamente a la retórica del 11 de septiembre, la retórica de la guerra contra el terrorismo es lógica. Se basa en una gran cantidad de mentiras presentadas como hechos comprobados. Por ejemplo, la filiación entre el Emirato Islámico (Daesh) y al-Qaeda se explica recurriendo a la personalidad de Abu Mussab al-Zarkaui, personaje al que el general Colin Powell dedicó buena parte de su discurso ante el Consejo de Seguridad de la ONU. El problema es que el propio Powell reconoció posteriormente haber mentido descaradamente en el aquel discurso y es imposible verificar ni el menor elemento de la biografía de al-Zarkaui según la CIA.
Si se admite que al-Qaeda es la continuación de la Legión Árabe de Osama ben Laden, creada como tropa mercenaria de la OTAN durante las guerras contra Yugoslavia y contra Libia, también hay que admitir que al-Qaeda en Irak, convertido en Emirato Islámico en Irak y posteriormente en Daesh, es la continuación de esa organización yihadista.
Dado el hecho que, a la luz del derecho internacional, el saqueo y la destrucción del patrimonio histórico son ilegales, el Estado federal estadounidense al margen de la Constitución de Estados Unidos comenzó poniendo el trabajo sucio en manos de ejércitos privados, como Blackwater. Pero su responsabilidad seguía siendo demasiado visible. Asi que decidió confiar el trabajo sucio a su nuevo brazo armado: los yihadistas. A partir de ese momento, el saqueo del petróleo –que en definitiva se consume en Occidente– es imputable a esos extremistas y la destrucción del patrimonio histórico se atribuye al fanatismo religioso de estos.
Para entender la colaboración entre la OTAN y los yihadistas, tenemos que preguntarnos que sería hoy de la influencia de Estados Unidos si no existieran estos yihadistas. El mundo sería multipolar y Washington habría cerrado la mayor parte de sus bases militares a través del mundo. Estados Unidos sería una potencia más.
Esta colaboración entre la OTAN y los yihadistas resulta chocante incluso a numerosos altos responsables estadounidenses, como el general Carter Ham, comandante del AfriCom, quien se negó en 2011 a trabajar con al-Qaeda y tuvo que renunciar al mando de la agresión contra Libia. Otro de esos responsables, el general Michael T. Flynn, director de la Defense Intelligence Agency, se negó a otorgar su aval a la creación del Emirato Islámico y fue obligado a dimitir. Más recientemente, la colaboración CIA-yihadistas se convirtió en tema de la campaña electoral por la presidencia de Estados Unidos: de un lado, Hillary Clinton, miembro de The Family, la secta de los jefes de estado mayor; del otro lado, Donald Trump, quien cuenta entre sus consejeros al ya mencionado general Michael T. Flynn y 88 oficiales superiores.
Al igual que en tiempos de la guerra fría, cuando Washington controlaba a sus aliados europeos a través del Gladio, o «los ejércitos secretos de la OTAN», hoy en día Estados Unidos controla el Medio Oriente ampliado, el Cáucaso, el valle de Ferghana y hasta la región de Xinjiang a través del «Gladio B» .
Quince años más tarde, las consecuencias del golpe de Estado del 11 de septiembre no son obra de los musulmanes, ni del pueblo estadounidense sino de quienes lo perpetraron y de sus aliados. Son ellos quienes convirtieron la tortura en una simple herramienta, generalizaron las ejecuciones extrajudiciales perpetradas ahora en cualquier lugar del mundo, debilitaron la ONU, masacraron más de 2 millones de personas, saquearon y destruyeron Afganistán, Irak, Libia y gran parte de Siria.
Thierry Meyssan – Red Voltaire