La situación en el norte de África y el Medio Oriente ha evolucionado rápidamente después de la destitución del emir de Qatar por Estados Unidos y de su abdicación a favor de su hijo Tamim.
La situación en el norte de África y el Medio Oriente ha evolucionado rápidamente después de la destitución del emir de Qatar por Estados Unidos y de su abdicación a favor de su hijo Tamim. Para sorpresa de Washington, los militares egipcios eligieron precisamente esa coyuntura para derrocar al presidente Mohamed Morsi, un miembro de la Hermandad Musulmana apadrinado por Qatar. Como resultado, la pérdida del apoyo qatarí se ha convertido en derrota para la Hermandad Musulmana, cuyos miembros en Túnez, Libia y Gaza también se sienten amenazados.
Washington se sometió al proverbio que aconseja «a mal tiempo, buena cara», teniendo cuenta el hecho que de todas maneras también tiene bajo control el ejército egipcio y buena parte de las demás fuerzas políticas regionales. Aunque el regreso de los uniformados contradice el discurso de la democratización, la administración estadounidense se ha adaptado rápidamente a sus nuevos interlocutores.
El Departamento de Estado prosigue por lo tanto su plan inicial de nueva repartición de la región con Rusia. Pero la debilidad actual de Estados Unidos es tan acentuada que Washington se apresura lentamente. Aunque una paz justa y duradera exigiría un desarrollo económico conjunto de las fuerzas implicadas, el plan de Estados Unidos se basa en una visión anacrónica que favorece una división regional en zonas de influencia, inspirada en los acuerdos franco-británicos Sykes-Picot de 1916.
En esa perspectiva, un principio básico del Departamento de Estado desde la época de Madeleine Albright es que no puede haber paz en Palestina sin paz en Siria y viceversa. En efecto, todo acuerdo con los palestinos encuentra de inmediato la oposición de los grupos disidentes. Estos últimos sabotean entonces los acuerdos mientras que la Siria baasista rechaza el principio de una paz por separado. La única solución válida tiene que ser, por lo tanto, de carácter global y Siria debe figurar en ella como responsable capaz de garantizar por la fuerza la aplicación del acuerdo.
A empujones, John Kerry ha logrado que Israel y la Autoridad Palestina se sienten a la mesa de negociaciones por 9 meses, o sea hasta la elección presidencial prevista en Siria. Los primeros contactos han sido glaciales, pero el Departamento de Estado piensa que tendrá tiempo de descongelarlos y de lograr que sus invitados se incorporen al proceso sirio de Ginebra 2. El conductor de las negociaciones es el diplomático sionista Martin Indyk, quien fue consejero de Madeleine Albright y de Bill Clinton para las cuestiones del Medio Oriente.
Simultáneamente, el señor Kerry ha permitido que Arabia saudí llene el vacío dejado por la desaparición de Qatar de la escena internacional. Y le ha dado 6 meses para resolver los problemas regionales. Por cierto, cuando se habla de Arabia saudí no hay que pensar en el rey Abdallah, demasiado absorto en la dura ocupación que representa el ensayo de afrodisíacos, sino en el príncipe Bandar ben Sultán y en su hermanastro y eterno ministro de Relaciones Exteriores (38 años en ese puesto), el príncipe Saud.
Sin embargo, teniendo en cuenta lo sucedido al emir Hamad de Qatar, ambos príncipes saudíes temen caer en una trampa de Estados Unidos, o sea desgastarse inútilmente y ser finalmente apartados de la escena internacional, lo cual marcaría el principio del fin del reino.
Hay que dedicar igualmente la mayor atención al giro de 180 grados de la principal marioneta de estos dos príncipes saudíes: el jeque Adnan al-Arour. En un show televisivo transmitido el 31 de julio, el jefe espiritual del Ejército «Sirio Libre» declaró que fue obligado (¿por quién?) a tomar las armas contra Bashar al-Assad a pesar de que la vía militar no conduce a ninguna parte. También deploró que la «noble revolución» se haya convertido en «una carnicería» y concluyó diciendo que él ya no se reconoce en ella.
Horas después, el patrón de al-Arur, el príncipe Bandar ben Sultán, era recibido en Moscú, no sólo por su homólogo, el jefe de los servicios secretos rusos, sino por el presidente Vladimir Putin. Poco después se dio a conocer un lacónico comunicado que indicaba que las conversaciones habían abordado «una larga serie de temas bilaterales y la situación en el Medio Oriente y el norte de África». El servicio de prensa del Kremlin divulgó una foto del encuentro con el presidente ruso y una vieja foto del jefe del espionaje saudí, que se ha vuelto decididamente inaccesible desde el atentado del que fue blanco en julio de 2012, como respuesta al asesinato –en Damasco– de varios jefes militares sirios.
Todo parece indicar que Riad se muestra más razonable que Doha y que acepta el principio de la conferencia Ginebra 2. Arabia saudí estaría entonces dispuesta a aceptar que Bashar al-Assad se mantenga en el poder a cambio de una victoria puramente simbólica en Líbano, con el regreso al poder de su protegido y representante Saad Hariri. Este último conformaría en Beirut un gobierno de unión nacional, en el que estaría representada la «rama política» del Hezbolá, lo cual explicaría la reciente decisión de la Unión Europea de dar por sentado que existen dos ramas dentro del Partido de Dios