Los medios occidentales parecen extremadamente sorprendidos por el inesperado cambio de actitud de Estados Unidos ante Siria.
Los medios occidentales parecen extremadamente sorprendidos por el inesperado cambio de actitud de Estados Unidos ante Siria. Los mismos medios que hace dos semanas anunciaban en coro una campaña de bombardeos y la inevitable caída del «régimen», se han quedado mudos ante el retroceso de Barack Obama. Retroceso que era sin embargo muy probable, como yo mismo adelanté desde esta columna, en la medida en que la implicación de Washington en Siria carece de objetivo estratégico importante. Su política actual responde sobre todo al deseo de mantener su estatus de única superpotencia.
Cuando propuso la adhesión de Siria a la Convención sobre la Prohibición de Armas Químicas, retomando así al vuelo lo que había empezado siendo no más que una respuesta rápida a una pregunta de último momento, Moscú complació la exigencia retórica de Washington ahorrándole a la vez la complicación detener que embarcarse en una guerra en este duro momento de crisis económica. De esa manera, Estados Unidos conserva en teoría su estatus, aunque todo el mundo se da cuenta de que ahora es Rusia quien lleva la voz cantante.
Las armas químicas tienen dos usos posibles: se les da un uso militar o se usan para exterminar a la población. Fueron utilizadas en las guerras de trincheras, desde la Primera Guerra Mundial hasta la agresión iraquí contra Irán, pero de nada sirven en las guerras modernas, con frentes en perpetuo movimiento. Fue por lo tanto con alivio que 189 Estados firmaron, en 1993, la Convención que prohibía ese tipo de armas, ya que ese documento les daba la posibilidad de deshacerse de las cantidades ya almacenadas de un armamento muy peligroso y a la vez inútil, cuyo cuidado se había hecho oneroso.
Su segundo uso es el exterminio de la población civil como paso anterior a la colonización del territorio donde vive esa población. En 1935-1936, la Italia fascista conquistó gran parte de Eritrea mediante la eliminación de su población con gas pimienta. Fue con ese mismo objetivo colonial que Israel financió –de 1985 a 1994– las investigaciones del doctor Wouter Basson en el laboratorio de Roodeplaat, en Sudáfrica. El régimen sudafricano del apartheid, aliado de Tel Aviv, trabajaba allí en la creación de sustancias químicas y fundamentalmente biológicas, que debían matar a la gente únicamente en función de sus «características raciales» (sic), ya fuesen palestinos, árabes en general o personas de piel negra. La Comisión Verdad y Reconciliación creada posteriormente en Sudáfrica nunca logró determinar los resultados que llegó a obtener aquel programa, ni adónde fueron a parar. Pero sí demostró la implicación de Estados Unidos y Suiza en aquel proyecto secreto de gran envergadura. Y también se demostró que varios miles de personas murieron al ser utilizadas como conejillos de Indias en las investigaciones del Dr. Basson.
Lo anterior explica por qué ni Siria ni Egipto firmaron la Convención en 1993. Y también explica por qué la posibilidad que Moscú acaba de ofrecer a Damasco de incorporarse a ella constituye una magnífica oportunidad, que no sólo pone fin a la crisis con Estados Unidos y Francia sino que además permite deshacerse de un arsenal inútil y cada vez más difícil de defender. Para precisar las cosas, el presidente Assad especificó que si Siria acepta esa opción no es cediendo a la presión de Estados Unidos sino a pedido de Rusia, lo cual es una manera elegante de subrayar la responsabilidad que Moscú asume en cuanto a la futura protección del país árabe ante un eventual ataque químico israelí.
En efecto, la colonia judía de Palestina sigue –por su parte– sin ratificar la Convención que prohíbe las armas químicas, situación que puede convertirse rápidamente en un problema político para Tel Aviv. Es por eso que el secretario de Estado John Kerry viaja este domingo a Israel, donde discutirá el tema con Benjamin Netanyahu. Si el primer ministro del último Estado colonial es hábil, debería aprovechar de inmediato esta ocasión para anunciar que su país está dispuesto a reconsiderar el asunto. A no ser, claro está, que el Dr. Basson haya logrado producir algún tipo de gas étnicamente selectivo y que los halcones israelíes sigan acariciando la posibilidad de utilizarlo.
Thierry Meyssan – Red Voltaire