La política exterior saudí ha sido descrita en muchas ocasiones con la expresión silencio cauteloso y, por su naturaleza, se ve rodeada de misterio y ambigüedad.
Dr. Ahmad Malli
La política exterior saudí ha sido descrita en muchas ocasiones con la expresión “silencio cauteloso” y, por su naturaleza, se ve rodeada de misterio y ambigüedad. La diplomacia saudí tiende normalmente al secretismo y a la evitación de las confrontaciones.
El liderazgo saudí cree que este método es el más seguro para actuar en el marco regional, que está lleno de conflictos y muy alejado de la estabilidad. Esto es por lo que siempre ha optado por abrir la vía para que su antiguo aliado, EEUU, asuma la iniciativa y prosiga su agenda en Oriente Medio con el acuerdo saudí en la mayoría de los casos.
Las relaciones norteamericano-saudíes se establecieron durante la Segunda Guerra Mundial. El 18 de febrero de 1943, el presidente de EEUU, Franklin Delano Roosevelt, anunció que “la defensa de Arabia Saudí es vital para la defensa de EEUU”. Por su parte, las compañías petrolíferas estadounidenses allanaron el camino para el establecimiento de estas relaciones diez años antes del anuncio de Roosevelt. La Standard Oil de California ganó en esas fechas la franquicia para extraer petróleo en el reino. Los estudiosos de las relaciones entre Washington y Riad se muestran de acuerdo en considerar el encuentro entre Roosevelt y el rey saudí Abdul Aziz bin Saúd en el crucero “Quincy” durante el retorno del primero de la Cumbre de Yalta (Febrero de 1945), como la base para un acuerdo estratégico basado en la garantía del flujo de petróleo saudí a EEUU y sus aliados a precios baratos a cambio de la protección del régimen saudí por parte de EEUU.
En los pasados 70 años, la ecuación de “proteccion a cambio de petróleo a precios asequibles” fue implementada. Incluso aunque estas relaciones sufrieron algunos desacuerdos y tensiones, estos casos no tuvieron una importancia fundamental. Según el diplomático y antiguo embajador de EEUU en Riad durante la Primera Guerra del Golfo, Chas Freeman (1989-1992), que fue también conocido por sus fuertes vínculos con las instituciones de política exterior de EEUU, “en el pasado pudimos confiar en que ellos (los saudíes) no se opondrían, como mínimo, a la política exterior estadounidense y en que, en la mayoría de los casos, la apoyarían”.
Sin embargo, en estos días esta armonía ya no existe de la misma forma sino que ella aparece mucho más debilitada. Últimamente se escuchan quejas públicas de importantes responsables saudíes y la estrecha alianza entre los dos países se halla ahora en la cuerda floja. Esto llevó al secretario de Estado de EEUU, John Kerry, a realizar una visita urgente en noviembre de 2013 a Riad, donde se reunió con el rey Abdulá, el ministro de Exteriores, Saúd al Faisal, y varios otros responsables saudíes. Sin embargo, es dudoso que Kerry lograra poner un límite a este deterioro en las relaciones entre los dos países.
David Ignatius escribió en el Washington Post en relación a la crisis en las relaciones norteamericano-saudíes que “ésta se ha venido produciendo desde hace más de dos años, como si se tratara de un accidente de coche a cámara lenta”. Esto podría parecer un poco exagerado, pero, sin embargo, los analistas estadounidenses van más allá y consideran que el deterioro de las vínculos entre los dos países es el resultado de una larga serie de decepciones mutuas. El 11 de Septiembre supuso un golpe, en ese sentido, para los norteamericanos, mientras que la invasion de Iraq en 2003 y sus resultados -incluyendo la entrega del poder por parte de la Administración de George W. Bush a la mayoria shií- constituyeron el mayor golpe estratégico para el reino de las pasadas décadas.
Indudablemente, Riad no se mostró satisfecho con el llamamiento de la Administración Bush en favor de la difusión de la democracia en Oriente Medio, dado que se trataba de un tema sensible para los saudíes. Sin embargo, este llamamiento fue ampliamente promovido por EEUU, especialmente después del 11-S, y la aversión mutua entre ambos aliados rápidamente se incrementó.
En el escenario regional, Irán era el oponente y los saudíes trataron de limitar su poder y “poner fin a su expansión” en una región que consideraban directamente cercana. En el Líbano, los saudíes ayudaron a la coalición del 14 de Marzo a gnnar las elecciones en dos ocasiones consecutivas (2005 y 2009) y su primera preocupación fue la de eliminar a Hezbolá, el aliado de Irán, que se aprovechó de los equilibrios en el Líbano para obtener el derecho de veto en el gobierno libanés tras el acuerdo de Doha. Más tarde, la alianza del 14 de Marzo se encontró fuera del gobierno formado por el primer ministro Nayib Miqati.
En Iraq, y a pesar de todos los esfuerzos saudíes, Riad fracasó a la hora de imponer la elección de Iyad Allawi como primer ministro en 2010, incluso aunque su bloque era el mayor (aunque sin la mayoría absoluta) en el Parlamento iraquí. Su oponente, Nuri al Maliki, una figura cercana a Teherán, continúa ocupando el cargo de primer ministro desde las elecciones de aquel año.
En el tema palestino, el rey Abdulá patrocinó el Acuerdo de Meca entre Fatah y Hamas. Uno de los objetivos del mismo era el de mantener a Hamas alejado de la influencia iraní. Sin embargo, el acuerdo se vino abajo a los pocos meses, después de que Hamas tomara el poder en la Franja de Gaza, lo que hizo que el movimiento palestino se aferrara más a su relación con Irán.
Todos estos intentos fallaron a nivel regional. De este modo, los saudíes han estado haciendo frente a fracasos desde hace unos ocho años, mientras que Irán lograba éxitos, según el experto norteamericano en temas del Golfo y la Península Arábiga, Gregory Gause.
Al principio de 2011, y tras el estallido de la Primavera Árabe, se produjeron acontecimientos que cambiaron el equilibrio de poder en la región. Los dirigentes saudíes no ocultaron su ira y su foco de interés se dirigió hacia Egipto más que hacia Túnez. La caída de Mubarak supuso una irreparable pérdida para los saudíes, que consideraban que su régimen tenía un cierto peso, que ellos necesitaban para contrarrestar el poder de un Irán ascendente.
El foso se amplió entre Riad y la Administración Obama. Los saudíes tenían serias razones para preocuparse por la política del gobierno norteamericano, que, en su opinión, había calculado mal los peligros de la “Primavera Árabe”y sus resultados. Además, ellos consideraban que la administración estadounidense no tomaba en consideración sus intereses (de los saudíes) al abordar estos acontecimientos. Los saudíes no podían, por ejemplo, imaginar que el destino del rey de Bahrein, de la dinastía Al Jalifa, llegara a ser el mismo que el de Mubarak porque cualquier cambio en Bahrein supondría una pérdida para Arabia Saudí frente a Irán, por no mencionar sus directas repercusiones sobre los shiíes de la parte oriental del país, que podrían rebelarse contra el régimen de los Al Saúd si la revolución en Bahrein triunfara.
En base a esto, el liderazgo saudí no aceptó las modestas críticas estadounidenses contra la represión de las protestas pacíficas dela mayoría shií por parte de las autoridades de Bahrein, que gozan del apoyo saudí. Los saudíes se sintieron frustrados por esta postura de la Administración Obama y vieron en ella una prueba edicional de que el gobierno de EEUU no tomaba en consideración la significación de Bahrein para Arabia Saudí debido en especial a su cercanía, ya que se encuentra a sólo 25 km de su región oriental.
Entretanto, la era post-Mubarak no aportó tampoco ningún acuerdo entre Arabia Saudí y EEUU en relación a Egipto. En lugar de ello, las dos partes se encontraron en posturas enfrentadas a este respecto. El grupo de estudios de inteligencia Stratford situó las diferencias entre los dos países sobre la crisis egipcia en el contexto del alejamiento del reino de las políticas estadounidenses.
Riad quedó sorprendido por el apoyo de la Administración Obama a los Hermanos Musulmanes después de la caída de Mubarak y lo consideró un gran error debido a la amenaza que representaba este grupo para la monarquía saudí en el caso de que alcanzara el poder. Esta amenaza es el resultado, por un lado, de la existencia de fuerzas dentro del reino que apoyan a los Hermanos Musulmanes y, por otro, del hecho de que los Hermanos Musulmanes presentan el Islam de una forma diferente a la de los dirigentes saudíes. En este punto, el antiguo responsable del Consejo de Seguridad Nacional de EEUU, Denis Ross, consideró que “Arabia Saudí tiene dos grandes enemigos en la región: los Hermanos Musulmanes e Irán”.
De este modo, no fue sorprendente que Riad y sus aliados del Golfo mostraran un firme apoyo al gobierno egipcio interino y, cuando Washington canceló las maniobras conjuntas con El Cairo y su ayuda militar, valorada en 1.300 millones de dólares, poco después del derrocamiento de Mursi los saudíes y sus aliados del Golfo se apresuraron a ofrecer una ayuda 12 veces mayor a Egipto.
De todos los países donde se produjo la “Primavera Árabe”, Siria fue el único donde las protestas fueron aprobadas y apoyadas por Riad. Sin embargo, esto contradecía las fatuas de los sabios saudíes, que prohibían las manifestaciones y que fueron ampliamente difundidas por los medios saudíes con el fin de deslegitimar las protestas, ya fuera dentro del reino o fuera de él, en países como Bahrein, Yemen, Egipto y Túnez. Estas fatuas estaban basadas en la afirmación de que tales manifestaciones causaban disturbios y daños a la propiedad pública y privada. Con la transformación de las protestas pacíficas en una insurrección militar en Siria, el reino se puso a la cabeza del apoyo a esta rebelión y se sumó claramente a los llamamientos para derribar al gobierno de Assad militarmente.
No es difícil averiguar el secreto que hay detrás del interés saudí en actuar con todo su poder en contra del régimen de Siria. El liderazgo saudí vio en los acontecimientos en ese país una oportunidad histórica para compensar sus consecutivos fracasos durante la pasada década, específicamente lo que consideró como una pérdida estratégica en Iraq en beneficio de Irán.
Además, los dirigentes saudíes consideraban que un cambio en Siria llevaría a un vuelco en el equilibrio regional que llevaría a Irán a perder un importante punto de apoyo, lo que afectaría, a su vez, a su conexión con Hezbolá en el Líbano y con los movimientos de resistencia en Palestina. Además, y aún más importante, en los cálculos saudíes estaba la presunción de que ellos no estarían solos en su confrontación con el gobierno de Assad, sino que un grupo de países regionales y occidentales, a la cabeza de los cuales estaría EEUU, se encontrarían a su lado. Por otro lado, una participación saudí en tal confrontación llevaría a un extenso grupo de fanáticos dentro de Arabia Saudí a alinearse con la familia gobernante en base a eslóganes sectarios como “Apoyar a la mayoría sunní de Siria contra el gobierno de la minoría alauí”. Esto llegó al extremo de que Sheij Saleh al Luhaidan, antiguo jefe del Consejo Judicial Supremo y actual asesor en la Oficina Real, anunció (por no decir que emitió una fatua) al principio de las protestas sirias que era legítimo matar a un tercio del pueblo sirio (casi ocho millones de personas) para salvar a los dos tercios restantes.
El liderazgo saudí encontró en la amenaza del presidente Obama contra el régimen de Assad en relación al ataque químico contra un suburbio de Damasco (el pasado mes de agosto) la oportunidad perfecta para promover una intervención militar estadounidense directa dirigida a derribar al régimen de Siria. Los dirigentes saudíes pusieron muchas esperanzas en los resultados que tal ataque podría alcanzar, y, de este modo, su frustración y amargura fue muy grande cuando los norteamericanos y rusos alcanzaron un acuerdo que llevó al gobierno sirio a deshacerse de su arsenal químico.
Aquí es donde la pérdida saudí fue doble, ya que el acuerdo sobre las armas químicas no sólo anuló el ataque estadounidense contra el régimen sirio sino que convirtió a éste en un socio internacional, ya que fue considerado oficialmente como la parte local que llevaría a cabo la implementación del acuerdo. Esto contrastó con la fase anterior del conflicto, en la que el cerco contra el gobierno sirio fue estrechado por muchos países occidentales y regionales, que convirtieron la retirada de Bashar al Assad en la primera condición para hallar una solución a la crisis siria.
Tras el anuncio del acuerdo de Ginebra (el pasado 24 de noviembre) sobre el tema nuclear iraní entre el Grupo 5+1 e Irán, la frustración saudí hacia la Administración Obama alcanzó su punto culminante. Esto no estuvo meramente vinculado a la firma del tratado con Irán en sí, sino también a la forma en que fue éste alcanzado, ya que él fue preparado en un completo secreto por representantes estadounidenses e iraníes en el transcurso de varios encuentros que se prolongaron durante unos ocho meses antes de llegar finalmente a la firma del documento de Ginebra.
Lo que más irritó al liderazgo saudí, y que se añadió a su amargura, fue que se encontró como un marido traicionado, ya que el proceso de negociaciones secretas entre los norteamericanos y los iraníes tuvo lugar a sus espaldas. Aún más irritante fue el hecho de que las negociaciones tuvieron lugar muy cerca, en Omán. Este país está considerado como socio de Arabia Saudí, en su calidad de miembro fundador del Consejo de Cooperación del Golfo. A pesar de esto, ni EEUU ni Omán se molestaron en informar a los saudíes sobre las negociaciones. Ellos fueron tratados así como el resto de los países.
Traducción: Yusuf Fernández
As Safir